El humo de tu cigarro.

Y ahí estábamos, dos almas perdidas que solo se entendían ellos mismos. No creíamos parecernos, pero nuestros instintos más primitivos nos hicieron vulnerables. Recuerdo que hacía frío, y quizás no consigo saber el día en el que pasó todo. En el que se aceleró mi corazón, mis ojos brillaban, y hablaba más de tí que de nadie. Corrí todo lo posible para alejarme, pero mis pies estaban tan cansados y doloridos que decidieron frenar. Y tú seguías en el mismo lado en el que te había dejado. A dos centímetros de mi. Quizás la única que decidió alejarse fue mi cabeza, pero mi cuerpo no quería. Y cuando me di cuenta, estaba contigo durmiendo en un sofá viejo que nos pareció el lugar más cómodo del mundo. Me besaste, y sentí que esa noche no quería que acabase, que quería acostumbrarme a ti y a tus manías, al humo de tu cigarro , a dormir apoyada en tu brazo, a poder decir que eres mío. Ya había caído, y no me estaba dando cuenta de nada. Caí en tí, como un niño cae en su madre, o un cuerpo sin vida en el infierno. Porque solo pedía que me dieras cinco segundos para volver a vivir. Cuatro para mirarte. Tres para pensar lo bonito que es tenerte. Dos para volver a mirarte, porque no quiero dejar de hacerlo. Y uno para besarte, como nunca antes lo había hecho. Porque mi mundo ya es tuyo, y en realidad eso era, un alma solitaria que una noche se dio cuenta de que quería compartir su soledad, y ser un poquito más feliz.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El ayer.

Siglo XVII